Érase una vez cuando la luna llena brillaba en todo su esplendor y un frío gélido penetraba hasta los tuétanos, cuando don Marcelino quien acostumbraba a venir de visita a las Cabuyas en su escarabajo rojo, experimentaría algo aterrador e inolvidable.
Cada día al ponerse el sol, la luna
salía a una hora diferente, nada hacía presagiar que ese día sería diferente.
La noche cubría con su manto gris los árboles y pastizales, a lo lejos
brillaban unas cuantas luces encendidas en el pueblo. A veces los perros
aullaban con tristeza, mis abuelos decían que esto era porque habían visto el
muerto, aquellos espíritus que salen a ciertas horas del día.
Él venía tranquilo en su auto rojo,
todo iba tan normal hasta que al llegar a la Peña del Shingo este ya no quería
avanzar, las luces se apagaron, el carro no arrancaba, bajose el hombre a ver
que sucedía, lo revisó, volvió a encenderlo y al cabo de unos minutos encendió.
Volvió a subir en su vehículo cada vez ya estaba cerca de su casa la sombra de
los árboles que caía en la carretera se aclaraba con las luces del escarabajo.
Cuando llegó a la curva apagó el auto,
cerró las ventanas, se puso la casaca y bajó dándose un estirón mientras
cerraba los ojos, de pronto sintió un fuego helado que penetraba los huesos,
parecía que en la naturaleza toda se percibía un silencio ensordecedor, un
hormigueo extraño se dispersó por todo su cuerpo, los pelos sintió pararse de
punta, miró el camino y entre los montes dos pequeñas luces brillaban, estas
son candelillas se dijo para sus adentros, pero la sensación de miedo iba en
aumento, las luces que había visto ahora eran dos ojos rojos brillantes, quedó
paralizado viendo como un enorme perro negro se le acercaba, sarac, sarac, sarac, sonaban los montes secos
mientras se acercaba, indefenso y pensando que ya todo estaba perdido resignose
a ser llevado por el diablo.
¡Cómo hubiese deseado que su fiel
amigo de cuatro patas apareciese! que diese un ladrido, que saltase de alegría,
parecía extraño que no haya estado esperándole en la curva, siempre cuando
llegaba de visita Mosar saltaba de alegría, ya conocía el sonido del carro, cuando
escuchaba el sonido del escarabajo no importaba la hora, sea de día o de noche
salía corriendo sequia abajo, no había ocasión en que faltara, siempre iba a su
encuentro, aquel día no estaba.
Ese día no había echado de menos la
presencia de su perro y ahora cómo deseaba que su fiel amigo apareciera,
parecía que su suerte estaba echada, si
por milagro o por coincidencia nadie lo sabe, cuando parecía que el diablo se
lo llevaría en luna llena, Mosar dio un ladrido, corrió donde Marcelino, saltó
y saltó hasta conseguir que este se sacudiera del gran susto.
Debido a eso Marcelino quedó
temblando, había sido alcanzado por el mal espíritu. Calmado un poco del susto
que había pasado iba junto al perro con una sonrisa melancólica rumbo a su casa
entre los montes y el canto de los grillos que ahora parecían de fiesta.
Al cabo de unos minutos llegó a casa,
los otros perros sintieron su presencia y empezaron a ladrar, Marcelino habló para
que le abrieran la puerta la cual se abrió para recibirle, a esta hora de la
noche ya no era el mismo, el cuerpo todo le temblaba, los ojos parecían
saltársele, preguntó doña María qué le había pasado, por qué estaba asustado,
entonces les contó que un enorme perro negro le había asustado en la curva, que
de no haber sido por Mosar el diablo se lo habría cargado. Cuando terminó de
hablar le echaron agua florida, le sobaron con un poco de cilantro y ajos para
ahuyentar los malos espíritus, decían los antiguos, que estos espíritus podían
alocarte y en el peor de los casos causar la muerte. Calmado y más tranquilo
echose a descansar hasta el otro día.
Debido a esa experiencia agridulce,
siempre que venía de visita apenas llegaba a la Peña del Shingo tocaba el claxon, sea la hora que sea. Por su parte Mosar,
apenas escuchaba el sonido paraba la oreja y de donde esté salía corriendo para
el encuentro con Marcelino, iba dando pequeños ladridos de alegría, cuando
llegaba daba unas cuantas vueltas al auto, saltaba en dos patas, se revolcaba
para luego ir siempre al costado del visitante.
Los abuelos contaban que hay malas
horas en que andan los espíritus, que estos salen a las seis de la tarde, las
nueve de la noche, a media noche, las
cuatro de la madrugada por eso siempre se debería llevar algo de acero para
espantarlos o decir susimaría así los
espíritus se irían porque estos pueden dejarte mudo, alocarte, hacerte votar
sangre por boca y nariz y en el peor de los casos matarte.
La escena del fiel encuentro entre
Marcelino y su perro se repitió por mucho tiempo hasta que un día Mosar no
apareció para el encuentro, cansado por los años cerró los ojos y murió una
noche de luna llena entre el canto de los grillos y el manto azul brillante de
las estrellas.
Desde entonces Marcelino dejó de
venir más seguido o se pasaba cuesta arriba a ver a sus hermanas, dejó de
visitar a sus hijos quienes cada día iban creciendo huérfanos de padre vivo,
entre la soledad y la compañía aprendieron que la unión entre un hombre y un
perro puede ser duradera y que muchas veces el cariño sobrevive mientras esté
vivo el perro, muerto el perro se acabó el cariño, las visitas y finalmente se
murió el visitante en una noche oscura cuando la muerte rondaba en la
madrugada.
José A. Esquivel Bazán